28 de marzo de 2005

Wojtyla, eres el siguiente

Atención, tópico: siempre se van los mejores.

Hace un par de días, Jiménez del Oso se ha pasado al otro lado de la cinta, dejándonos a todos esperando ansiosos sus crónicas desde el otro barrio. Un día antes, Paul Hester, batería de Crowded House, se había colgado de un árbol. Y hoy se ha ido Joaquín Luqui, el Doc Brown de las ondas.

Una pena los tres. El parapsicólogo me tría bastante al pairo, pero hay que reconocer que fue una de las presencias memorables de la tele de mi infancia; también Paul Hester tenía su cosa. Recuerdo pocos discos que me hayan marcado tanto como su Woodface, tanto por la maravilla que es como por el disgusto de la tía a la que se lo presté. Me lo levantó por la cara, la muy zorra; Luqui es otra cosa. Como todo quisque lo escuché en mis años de radiofórmula, poco, la verdad. Todo el mundo habla de los Beatles, aunque yo le oía presentando a Duran Duran y a los Ace of Base, ¿eh? Seamos justos.

Una de las cosas sugestivas que han tenido los 8 meses que llevo en Madrid es llegar a mi casa con buen tiempo, a eso de las 9 de la noche, y encontrármelo sin falta en el bar de al lado de mi portal. Para un cateto a babor como yo, esto impresiona. Al cabo de unos meses te haces a la idea -tampoco somos idiotas-, pero lo que realmente impresiona es cuando te enteras de que ese amable barrigudo, ese rockero con pelo de naftalina que se santiguaba al pasar por la ermita que hay frente a mi ventana, se ha caído por las escaleras y se ha roto la crisma. De verdad que estaba esperando al buen tiempo para asomarme a la terraza del bar y verle allí tomándose la cañita después de salir de la radio, aquí al lado. Ahora me arrepiento de no haberle hecho aquella foto en la calle, cuando le pillamos mirando los CDs del negro de la manta. Que te estamos viendo, Luqui.

“Siempre se van los mejores”. Mentira. Nos vamos todos, qué carajo. Es el consuelo de pensar que el Papa está convirtiendo a la pro-eutanasia a muchos católicos, que Reagan murió espongiforme por justicia poética, y que a Fraga le queda una queimada para irse al hoyo, que ya es hora. Al menos Luqui no se ha enterado, o eso dicen. Parece que no ha tenido el trance de Jiménez del Oso en su cáncer, o de Paul Hester en su depresión. Parece que no ha tenido que sufrir la misma agonía que el rock’n’roll.

23 de marzo de 2005

La Ley del Señor

–¿Por qué llueve? ¿No estamos en Irak? Se supone que aquí no llueve.

Johnny lo mira, y piensa qué carajo importa lo que se supone. Una de las cosas que ha aprendido en la guerra es que no conviene suponer. Cuando te paras a pensar, te pegan un tiro. Hay que disparar primero y después reflexionar tranquilo... o mejor hacer cualquier otra cosa.

Contra el suelo, Tex y Johnny esperan la señal. Sobre sus cascos, las gotas de lluvia tarareando sus cosas. Y más arriba... Dios jugando a los dados. El primer disparo, y la bala abre un agujero en el silencio que les tiene los oídos agarrados, y la que entra por él es la luz más clara que han visto hoy.

Empieza el fuego de mortero. Tex y Johnny se levantan y corren hasta la primera línea de paredes de adobe sin techo. Un tanque los rodea, y una de las casuchas se derrumba con el temblor, dejando a Tex al descubierto. Un moro avispado lanza una ráfaga y lo alcanza en todas partes. Tex cae como un saco, y por un momento se confunde con los escombros de la casucha. El moro ha volado en pedazos hace ya una eternidad, pero a quién le importa. Johnny intenta atravesar la calle hasta su amigo moribundo, pero el fuego amigo se lo impide. El uniforme de camuflaje puede jugarle una mala pasada ahora. Los moros guerrilleros no lo tienen, y no suelen matarse entre ellos.

Tex lo mira sacando su pistola reglamentaria. Se despiden con la mirada, mientras la pistola le trepa hasta la sien. Johnny piensa. Ha sido un buen amigo, y un mejor soldado. Se va con honor. Pero entonces aparece George Bush Jr. y detiene el fuego.

–No, hijo –dice, y un agente del Servicio Secreto le quita la pistola a Tex.

Éste mira a Johnny, sin comprender todavía, y después al Presidente, que lleva un pin con la bandera en la solapa.

–What the fuck?! –exclama Tex, apartando el hilo de sangre que cuelga de su comisura.
–No deberías usar ese lenguaje, hijo.

Johnny se acerca.

–Señor Presidente –intenta aclarar– esto es peligroso. Vaya a un lugar seguro y deje que Tex haga lo que iba a hacer.

–Me temo que no, hijo. Tu amigo Tex no puede disponer de su vida. Es propiedad de Dios y los derechos de explotación pertenecen al Gobierno de los Estados Unidos de América. Así que te jodes.

Johnny se quita el casco e intenta razonar.

–Pero señor, Tex está malherido, y no va a sobrevivir. Ha luchado como un héroe y merece tener un final digno de un héroe.

–Que le den por culo. Su vida no le pertenece. ¿Quién es él para decidir cuándo puede acabar con ella? Eso es algo que sólo Dios puede hacer.

–Pero señor Presidente... Está sufriendo, ¿no lo ve? –los negracos del Servicio Secreto van rodeando a Johnny– Tex se merece poder decidir sobre su propio dolor, y si para ello tiene que quitarse la vida, debería estar en su derecho.

Bush Jr. empieza a estar quemado. Se coloca las solapas de la americana haciendo que el pin refleje la luz del sol, que entra por los agujeros de bala que le han hecho al cielo.

–Hijo –prosigue, ejecutando una de sus mejores sonrisas– tienes que entenderlo. Somos hijos del Señor, y nuestras vidas no nos pertenecen. Por mucho que el sufrimiento y el dolor se hayan apoderado de nosotros, tenemos que ser valientes y tener fe en la bondad divina, pues ella nos sacará de nuestra carcasa mortal cuando lo crea oportuno. Hasta ese momento, nuestro cuerpo es un préstamo, y no somos quiénes para disponer de él.

–Pero señor...

–Que no, coño. Que no se suicida y punto. No le he jodido las vacaciones a todo el Congreso para que llegue este ingrato y se cague en la Ley de Dios, que es la mía.

–¡Serás cabrón! –los negros se inquietan– ¿Tex no puede decidir cuándo se quita la vida, pero nosotros sí podemos quitársela a todos estos iraquíes? ¿Pero qué me estás contando?

–Los moros estos que se las entiendan con su dios, que para algo lo tienen. Tú eres cristiano, y los cristianos se joden y se aguantan. Y aunque no quieran aguantarse, aquí estoy yo para decirles lo que tienen que hacer.

–¡La puta que te parió!

Llega un negro con gafas de sol, y le mete a Johnny un cabezazo que le seca todo el pelo. El séquito se pira tranquilamente, y la batalla se reanuda. Johnny coge su fusil, a tiempo de ver el pepino que se le viene encima. Un mortero procedente de un tanque amigo. El mismo cabrón que mató a Couso, fijo.

Total, que Johnny se quedó sin piernas, sin brazos y sin polla. Lo metieron en una cama, metieron la cama en un hospital, y vino un cura a hablarle de Dios. Intentó convencer a un enfermero de que le dejase ir con dignidad, de que le pusiese una inyección que lo librara de su sufrimiento como a un ser humano, para no tener que vivir como una planta.

Pero George Bush Jr. aprobó otras leyes que se lo impidieron, y a Johnny le dieron por el culo. Literalmente. El enfermero era un julandrón y le folló el culo dos o tres veces por semana durante 15 años, hasta que se pasó a la política.