Hispanízame, Jesús
Porque mira que lo intento, pero no consigo que España me importe un huevo.
Entendámonos. Me importa cierta gente, la que conozco e incluso puede que otra de la que no sé nada; me importa si las cosas funcionan bien o no, y me importa que se haga lo justo en mi casa. Mi casa, que se extiende desde el suelo que piso ahora hasta donde me llega la vista. La calle, el barrio, la ciudad, y todo lo que encuentre hasta llegar al mar. Son tan míos como de cualquier otro, tan españoles como coreanos o canadienses. No es ningún romanticismo barato: llegar a la luna y poner una bandera es lo más imbécil que ha hecho el ser humano, y lo ha hecho miles de veces. Un país es un idioma, como mucho, y hasta eso se aprende y se olvida. La tierra no es de nadie, y la cultura es como arena entre los dedos. Qué coño le vas a hacer. Imagina el mapamundi dentro de 1000 años. Cómo era hace 1000.
Me quema la manga de gilipollas que organiza un desfile para proclamar que tal tierra es suya y de nadie más; me quema la manga de gilipollas que no asiste a ése, pero sí iría al suyo. Me queman los pilotos que se juegan su vida y la de los demás para ensuciar el cielo con humo de colores. Me quema el muestrario de máquinas de matar, como si fueran algo de lo que estar orgulloso. Me quema la manifestación de deficientes mentales que recorre la gran avenida vestidos de boy scouts, con abalorios que avergonzarían a sus madres si no fuesen como los hijos, caminando marciales con pasos que siempre creo haber visto en el día del Orgullo Gay, y, por Dios, una cabra con ropa.
Una de dos: o estoy loco o lo están ellos. País.