Gracias a la nueva Star Trek hemos comprendido que LOST es puro JJ Abrams. Me refiero a que, al contrario de lo que creíamos algunos, Jotajota nunca renunció al input creativo en la serie que puso en marcha y abandonó al final de la primera temporada para dirigir Misión: Imposible III. Hay otra explicación, y es que la serie al completo se urdiera en su primer año, y que ya entonces supieran de la volatilidad temporal de la isla, de la existencia de LaFleur y de las paternidades locas que se avecinaban, además de otros asuntos. Pero no lo creo. Creo más bien que Jotajota ha aprendido de su maestro Steven Spielberg que en la nueva era de los medios la clave de la autoría –y de otras variables como el éxito empresarial y el seguimiento generado– está en la transversalidad.
Transversalidad que ya no consiste sólo en vender muñequitos de Jabba el Hutt al mismo tiempo que se licencia una serie de animación y se organiza un concierto de John Williams en el Hollywood Bowl; transversalidad que tampoco reside sólo en la figura el productor ejecutivo que toca tocas las teclas al mismo tiempo creando un emporio autoral como hizo Spielberg en los ochenta. La transversalidad que ha comprendido Jotajota es la que salta a un nivel superior del lenguaje hasta crear una identidad desde la que brotan proyectos que son siempre un Mr. Spock hijo de terráquea y vulcaniano, o de película de Godzilla y vídeo de Youtube, etc., llegando a la mezcla definitiva de cine y serie que suponen LOST y el nuevo Star Trek.
No puede ser casualidad que la trayectoria de Jotajota empiece en el cine, escribiendo el guión de A propósito de Henry, siga en la televisión ideando series, y regrese al cine dirigiendo dos películas que suponen una puesta al día cinematográfica de dos series míticas de su infancia. Jotajota lleva la palabra crossover escrita en la frente. La transversalidad entendida como vías paralelas, como caminos que se entrecruzan o separan a voluntad para acercarse o alejarse de los referentes que les dieron origen.
En el nuevo Star Trek hay una paradoja temporal, un hatch en el que vive recluído un tipo que se pasa la vida delante de un ordenador, un oso polar alienígena, un monstruo parecido al de Cloverfield, una hottie entre dos hombres que se odian tanto como se respetan, un padre muerto, y un equilibrio elegantísimo entre el cutrelux científico de los setenta, a lo Dharma, y el esplendor tecnológico de los dosmiles y pico. Pero también hay un niño sin padre criado en un lugar desértico con tabernas muy chungas (Iowa o Tatooine, da un poco igual), la ILM desatada, Ben Burtt en el (apabullante) sonido, y un sinfín de huellas de Steven Spielberg que ya se veían en el ojo de Abrams en M:I-III, como por ejemplo esos juegos de primeros y segundos términos tan cantosos como eficaces (hay algún estupendo plano-baile de personajes por la sala de control de la Enterprise), o esos flares tan kaminskianos que dan tanta vida y naturalismo a los planos de FX como agotamiento provocan en el resto de secuencias. Y todo ello encaminado a un fin: reinventar la saga que hacía la competencia a aquélla. Como coger el esperma de Marty McFly y usarlo para fertilizar a la madre de Biff Tannen.
Jotajota ha usado las enseñanzas del maestro Spielberg en todas las facetas del oficio, tanto conceptuales como empresariales y lingüísticas, y ha reiniciado Star Trek con verdadero ingenio, incorporando a la narración esa transversalidad que lo identifica. Gracias a esa paradoja, Jotajota ha inventado un presente alternativo en el que Kirk y Spock son personajes diferentes con trayectorias distintas a las que conocemos, una realidad alternativa jamás sospechada en la que Star Trek le da cien vueltas a Star Wars.