Ropa vieja
Las memorias de Joe Eszterhas son el relato de una vida interesante y una galería de instantáneas de ese putiferio hipnótico llamado Hollywood. Además, son una magnífica guía de autoayuda para guionistas. Una autoayuda que, en el universo eszterhasiano, pasa necesariamente por la autodestrucción. Para triunfar como guionista, y esto lo digo yo, hay que ser capaz de jugárselo todo, incluida la propia ruina vital. No hace falta tomarlo al pie de la letra y engancharse a alguna droga dura, el cine ya lo es bastante; la ruleta rusa se quita fatal de la ropa, y nada que sólo se pueda hacer una vez tiene gracia. Sirva para el mismo propósito plantar cara a un productor fuerte, financiar con dinero propio, o ponerse chulo con el Scattergoris (“éste es mi guión, y no lo toca ni Dios”). En esta profesión, como en la vida, los ríos van hacia abajo: para llegar a la cumbre hay que nadar contracorriente.
Leyendo un post de Grampus he recordado la parte del libro en la que cuenta la historia de cierto guionista que llevaba tiempo sin vender nada. Puede que me equivoque en los detalles, escribo esto de memoria.
El caso es que tuvo una idea. Hizo una lista de títulos que habían arrasado en taquilla, las películas más celebradas de los últimos treinta años, y escribió cada título por separado en un trozo de papel. Introdujo todos los papelitos en un sombrero, y les dio unas cuantas vueltas. A continuación sacó varios de los títulos y los fue emparejando. Tras ello, tuvo una serie de parejas de títulos de éxito, y se dispuso a elegir. Escogió tres pares de películas, y escribió los tres loglines que nacerían de mezclar sus argumentos. Se pateó los estudios haciendo el pitch de las tres ideas, y las vendió por varios millones de dólares.
Pasemos por alto las reflexiones que surgen de entrada: la pardillez de los estudios, el aguilismo del guionista en cuestión, etc. Lo que más debería dar que pensar es lo más evidente de todo: que inventar una historia es como cocinar. Una combinación de ingredientes orientada a conseguir determinada meta comunicativa, que al final del proceso repercutirá en alimentar el espíritu. Del comensal y del cocinero. Y como en la cocina, el número de recetas es infinito, pero el de ingredientes no. De modo que, lo queramos o no, nos vamos a repetir, más tarde o más temprano, de forma involuntaria, voluntaria y hasta voluntariosa. Negarle a esos productos la entidad o la estatura como obra de arte es lo mismo que despreciar un plato de ropa vieja: un delito contra el placer.
Leyendo un post de Grampus he recordado la parte del libro en la que cuenta la historia de cierto guionista que llevaba tiempo sin vender nada. Puede que me equivoque en los detalles, escribo esto de memoria.
El caso es que tuvo una idea. Hizo una lista de títulos que habían arrasado en taquilla, las películas más celebradas de los últimos treinta años, y escribió cada título por separado en un trozo de papel. Introdujo todos los papelitos en un sombrero, y les dio unas cuantas vueltas. A continuación sacó varios de los títulos y los fue emparejando. Tras ello, tuvo una serie de parejas de títulos de éxito, y se dispuso a elegir. Escogió tres pares de películas, y escribió los tres loglines que nacerían de mezclar sus argumentos. Se pateó los estudios haciendo el pitch de las tres ideas, y las vendió por varios millones de dólares.
Pasemos por alto las reflexiones que surgen de entrada: la pardillez de los estudios, el aguilismo del guionista en cuestión, etc. Lo que más debería dar que pensar es lo más evidente de todo: que inventar una historia es como cocinar. Una combinación de ingredientes orientada a conseguir determinada meta comunicativa, que al final del proceso repercutirá en alimentar el espíritu. Del comensal y del cocinero. Y como en la cocina, el número de recetas es infinito, pero el de ingredientes no. De modo que, lo queramos o no, nos vamos a repetir, más tarde o más temprano, de forma involuntaria, voluntaria y hasta voluntariosa. Negarle a esos productos la entidad o la estatura como obra de arte es lo mismo que despreciar un plato de ropa vieja: un delito contra el placer.