Los Pilares de Pandora
Si James Cameron hubiera nacido en el siglo XI habría conquistado la mitad del mundo conocido y habría violado a miles de las hijas de sus adversarios como muestra de superioridad; por suerte para las niñas de Beverly Hills, ha nacido en un siglo en que la supremacía militar de su pueblo está más que consolidada y su personalidad titánica (ja!) se puede aventurar en otro tipo de paisajes.
Aun así, la Guerra y en especial su potencial destructivo, por encima de elementos como la corrupción moral, el heroísmo, el trauma generacional u otras cuestiones políticas que aborda el cine bélico, siempre ha sido uno de los elementos claves a la hora de interpretar las grandiosas visiones de este genio, que creció haciendo simulacros en el colegio en previsión de un pepino nuclear soviético y devorando ciencia-ficción escrita durante la Guerra Fría. De ahí su obsesión por la bomba atómica: hasta ahora no había una película suya en la que no explotase, hubiera explotado o estuviera a punto de explotar una. La primera, Avatar.
Viéndola tuve la sensación de que algo ha cambiado en su universo. Avatar sigue siendo ciencia-ficción pura de oliva como las anteriores (incluida Titanic, ojo), aunque por algún motivo, mientras la veía esquivando medusas arbóreas con la cabeza, yo la asocié con True Lies, que además de estar a un paso de ser la película perfecta es lo más down to earth que ha hecho Cameron en su vida, valga la expresión... ¿Avatar sería lo más up to Earth? Ahí lo dejo]. En True Lies el añorado Schwarzenegger se enfrentaba a una horda de fanáticos asesinos religiosos con toda la superioridad moral que le daba ser un metódico asesino secular, ya saben. Los enemigos eran tipos de otro color, y tan primitivos que creían en profetas y no eran capaces ni de cargar las baterías de una cámara de vídeo. En aquel tercer acto loco, Chuache llevaba a la física esa superioridad y les daba cera a los jihadistas desde lo alto, usando un avión Harrier, que entonces todavía era un poco un prodigio tecnológico de esos que le gustan tanto a Cameron.
Ya ven por dónde voy, ¿verdad? No les tengo que explicar las diferencias que hay entre filmar un bombardeo desde arriba o hacerlo desde abajo; como ejemplo de este juego de punto de vista y significado véase Pearl Harbor de mi querido Michael Bay-des. Desde el 94, año de True Lies, ha llovido mucho, sobre todo en Nueva Orleans, y también muy poco: todo está igual o peor en Oriente Medio. Cameron escribió el tratamiento de Avatar después de terminar aquella película, pero lo guardó en un cajón, ya que intentar lograr lo que él quería habría costado una cantidad absurda de dinero... absurda para un tipo que hace cine a 200 millones la pieza, háganse una idea. Desde entonces han pasado algunas cosas que han provocado cambios en la psique colectiva norteamericana: el 11 de Septiembre, un presidente alcohólico y con retraso mental, un golpe de estado encubierto (sí, ya sé lo que van a decir), una guerra en Afganistán, otra en Irak, el florecimiento de la industria del terror, tanto americana como islámica, y lo que es más grave, una Causa, la del ecologismo emergente y de emergencia, tan acuciante que logró conseguirle un Nobel a un tipo como Al Gore. En un hombre ilustrado y canadiense de nacimiento como James Cameron, todas esas cosas tocan una serie de teclas que, se podría decir, le han hecho comprender, le han hecho cambiarse de bando. No se rían: ¿cuántas veces en su vida han visto a alguien cambiar de opinión?
Avatar es una alegoría más que evidente sobre los dos temas que obsesionan al americano informado, progresista o conservador: por un lado, las guerras imperiales de su país en Oriente Medio, y por el otro, el ecologismo entendido como estrategia de supervivencia. Del ecologismo no hay mucho que decir: es considerable el mimo con el que Cameron ha creado un ecosistema tan coherente en la forma como paradisíaco en su esplendor estético. De igual forma, las mil reminiscencias a las culturas nativas de América que ha introducido en los Na’vi conectan la película con el concepto de ecologismo que tiene la cultura norteamericana más rudimentaria, que está asociado a sangre y fuego –el fuego suyo y la sangre del otro, como casi siempre– a la imagen de los indios de las plumas y las flechas. Respecto a la parte bélica, las interpretaciones también son fáciles: el coronel Quaritch (casi quarry, explotación minera) decide lanzar un ataque preventivo, que ya es una frase hecha asociada a la Guerra de Irak, sobre unos salvajes para poder extraer el precioso material que hay bajo su suelo. Hay muchas otras referencias menos de bulto pero sospechosas de referirse a la resistencia iraquí, al auge de Al Qaeda, y a la noción de que el fanatismo prospera bajo condiciones de opresión, aunque quizá les parezca hilar demasiado fino subrayar la frase sobre el bicho alado y naranja de la parte final, y no es un gran espoiler: “cuando el toruk dejó de ser necesario, se marchó”. ¿Alguien dijo Bin Laden? ¿Cuántas veces hemos oído en estos años que la invasión de Irak por parte de Estados Unidos equivalía a abrir una caja de Pandora? ¡Pandora! ¿Lo ven?
Pero dejen a un lado toda esta morralla semiológica del CCC, perdónenmela. Y perdónenle a Cameron que su guión sea rudimentario, o que la escaleta de Avatar se parezca demasiado a la de Titanic, o que antes hiciera películas sobre chicas y ahora las haga para chicas. Si usted se relaja y la ve libre de prejuicios, como un niño, quizá le parezca que Avatar es un monumento cinematográfico que provoca una emoción parecida a la que se tiene cuando uno se para bajo la fachada de la Catedral de Colonia, o de la Sagrada Familia, o de la Capilla Sixtina. Como ésas, Avatar es una obra que usa elementos estructurales sencillos y trillados para soportar una cantidad abrumadora de ornamentos que nos dan una visión del mundo y nos remueven por dentro por su belleza, y por la complejidad de su técnica. Cameron y especialmente esta película representan la traslación al cine de esa grandiosidad que por algún motivo le consentimos a algunas novelas y a la más alta arquitectura, pero en el cine sigue haciendo levantar cejas a los escépticos profesionales. Avatar está hueca y llena de significado al mismo tiempo, como lo que es: una Catedral del Cine.