De las muchas conversaciones suscitadas por el anterior post, en el que me metía con Sé lo que hicisteis la última semana, he sacado la impresión de que el panorama está dividido entre los que toleran ese tipo de humor, por intrascendente, y los que ven en la comedia televisiva española un irritante quiero-pero-no-puedo, un trabajo hecho a medias. Mi filosofía es que querer es poder, de modo que un quiero-pero-no-puedo es en realidad un puedo-pero-no-quiero. Y en cuanto a la intrascendencia como excusa para la cagada fría de paloma, qué quieren que les diga. En este blog consigo no hablar de guión, pero no puedo evitar hablar desde el guión, y estas chumineces, aun sabiendo que lo son, me las tomo en serio. ¿Me lo perdonarán?
Lo que me queda claro es que por mucho que intentemos salir del bucle, seguimos siendo fieles a lo que desde el fin del franquismo ha sido la tradición cultural de nuestro país, por lo menos en lo relativo al audiovisual, que no deja de ser una muestra más de la naturaleza bipolar que usted y yo tenemos como hijos de este país. El español es un animal extraño: además de los cuernos, tiene la boca muy grande –a mí me lo van a decir–, un ojo a cada lado de la cabeza como los camaleones, un largo cuello de jirafa para mirar bien qué hace el vecino y anchas patas de elefante que le obligan al mayor contacto posible con el suelo que ha pisado siempre. Así, por mucho que miremos lejos con nuestro cuello telescópico, seguimos sin movernos del sitio, y hagamos lo que hagamos siempre parece que volvemos a nuestro suelo, por lo general de bruces, para repetirnos o regodearnos en aquello de las raíces.
Y nuestras raíces son las que son. El rollo aflamencao que nos hace exportar la Macarena, tener el destape y el guerracivilismo como grandes corrientes cinematográficas, y vivir del corazón a base de comerlo de primer plato en el menú de la tele. Somos el flamenco, las tetas, la Guerra Civil, el cotilleo, el tonto del pueblo y el señorito que se ríe de él. Y a eso terminamos volviendo: las listas de ventas suelen estar llenas de gitanadas (con perdón), por algún motivo Vicente Aranda sigue haciendo películas, y en España hay una revista de información supuestamente seria con una chica en pelotas en la portada . No digo que esté mal. Digo que es lo que hay.
Pongamos por ejemplo el mundo de la música. Cuando Franco ya empezaba a estar tocado de la próstata en los mercados negros de la cultura se producía un acceso al exterior que llegaría a desatarse con la muerte del dictador, importando a nuestro país los estilos de fuera. Entró la beatlemania, y empezamos a cambiar el jamón serrano por el lomo de sajonia. El panorama musical se llenó de grupos de pop con influencias británicas y de estilos que se daban de palos con los que marcaba la tradición ibérica. Los compositores empezaron a beber del exterior, a aprender de los que entonces sabían más porque se habían formado en un ambiente en el que las ideas podían fluir. Crecimos a base de reproducir, y Miguel Bosé hizo fortuna como imitador profesional de David Bowie.
Eso está muy bien. Uno aprende imitando cuando es pequeñito, descubriéndose por contraste, creciendo, y terminando por ejercer de sí mismo con el repertorio de lo aprendido. Uno pone su foto junto a la de aquellos a los que admira, y la mira y la explora hasta que descubre dónde empieza él y termina el otro. Cuando yo iba al cole, en Educación Plástica de 2º de EGB te daban un papel de calco para copiar un dibujo, y si te salías del contorno del original te metían una hostia. En eso consiste tener maestros: en copiarles por sistema hasta que llega el día en que, por primera vez, no estamos de acuerdo con su criterio.
Y en esa etapa está el mundo del humor en España, por lo general. Imitando, copiando, llamándolo plagio cuando copia con torpeza. Hoy en día, en lugar de beber del Reino Unido como antes, buscamos a los maestros donde están: en Estados Unidos. Así, hace unos años descubrimos la sitcom y empezamos a hacerla malamente (Canguros, Hermanos de Leche), para luego comprender que las risas enlatadas se debían al doblaje, y que las sitcoms de verdad tienen público en directo; ahí empezamos a saquear Friends de manera sistemática (Más que amigos (!), Siete Vidas). Más tarde descubrimos el stand-up confundiéndolo con la comedia observacional (El Club de la Comedia), pero un error lo tiene cualquiera. Ahora hemos descubierto las series de media hora: a ver cuántas generaciones de ejecutivos de televisión tienen que morir para que se asienten como formato.
Pero en éstas que hay un problema. Tengo la teoría de que en España no somos capaces de hacer comedia, y desde que ha muerto Rafael Azcona, mucho menos. No es por falta de sentido del humor, de ése tenemos de sobra. Lo que nos falta es la técnica, que es la herramienta que podría separar el cuello de jirafa de las patas de elefante, lo único que podría sacarnos de esa idiosincrasia nuestra, tan cañí, para poder mirarnos desde fuera, ver nuestro contorno, y poder regresar a la foto sabiendo dónde termina lo que somos y empieza lo que podemos ser; dónde termina el humorismo y empieza la comedia.
Explicaciones, ejemplos y más morralla condescendiente en la segunda parte.