Fincherismos (I)
Este año ha quedado claro que David Fincher quiere su Óscar, y lo quiere ahora, y está empeñado en hacer esa película que quiere la Academia, o que la Academia cree que debe querer. Sin embargo, también hemos confirmado algo que ya sabíamos: la Academia, salvo excepciones, suele preferir la película apreciable pero intrascendente, simpática pero sin rematar, exótica en apariencia pero trillada y previsible en su esencia, a las que dentro de una década recordaremos que dio este año y que suelen competir en la gala en un segundo y hasta tercer plano. Hay mil ejemplos: todos recordamos que las obras maestras de los noventa, los Goodfellas, JFK, Drácula, Pulp Fiction, 12 Monos, Se7en, Magnolia, estuvieron nominadas muy por detrás de otras películas que por lo general no han perdurado de la misma forma, o no han perdurado en absoluto. Es el ejemplo de Brokeback Mountain, que dentro de 15 años será claro que sí aquella película de vaqueros manfloritas con Heath Ledger qué bueno que era ese chico qué pena más grande menos mal que le dieron el Óscar a tiempo, mientras que de la que ganó no se va a acordar ni Paul Haggis, porque era todas esas cosas que he dicho más arriba. De la misma manera que ahora celebramos –es un decir– el décimo aniversario de una de las mejores cosechas de los últimos tiempos, la de 1999, recordando mucho más Matrix, El Sexto Sentido y Fight Club que cualquiera de las que ganaron, si es que se acuerdan de lo que pasaba en American Beauty más allá de Kevin Spacey pajeándose en la ducha.
Y no es que El Curioso Caso de Benjamin Button sea Historia del Cine. Tiene varios handicaps serios, empezando por lo más evidente: que es un remake guionístico de una película que precisamente es una excepción a lo que digo y sí ganó el Óscar de ese año a la Mejor Película. Pero si hay algo por lo que me interesa su director –y me interesa por unos doscientos motivos – es que con cada una de sus películas logra atrapar esa magia que es el Tiempo. El tiempo absoluto, el tiempo cósmico. Ese ingrediente misterioso que hace que una obra perdure por encima de las demás, el maná que hace que la primera Matrix parezca más reciente que sus secuelas, o que Fight Club pudiera dar el pego perfectamente como un estreno de la semana que viene, y de dentro de cinco años. Fincher es el Benjamin Button de los cineastas.
Así que, en un esfuerzo por localizar ese ingrediente mágico, he hecho una lista caprichosa y enterada de los elementos que construyen el cine de David Fincher, tanto puntuales como intrínsecos a su forma de interpretar el medio, y por ende, el mundo. No se me asusten: les advierto que usaré gafapastismos como guionístico, fincheriano y gafapastismo, y echaré mano de terminologías poco ortodoxas cuando no inventadas o deliberadamente chorras, como por ejemplo la de Rafa Méndez al decir que Fincher tiene crackadas frías, crackadas calientes, crackadísimas y supercrackadas. Explorémoslas.
La panorámica de marca. Ese movimiento de cámara que llamamos panorámica es para Fincher lo que las tetas eran para Russ Meyer: un elemento vertebrador del discurso. Con ellas consigue dibujarnos un mapa que viene de perlas a la hora de tener claras las coordenadas físicas, narrativas y emocionales de la escena. También le sirven para administrar el tempo como ningún otro de sus trucos. Usando términos musicales, la panorámica fincheriana reajusta la longitud de los compases entre frase y frase de partitura, acomodando nuestra percepción a sus objetivos de forma y fondo. Monte tres planos fijos y tendrá un pase de diapositivas; monte tres paneos de este director de orquesta y tendrá un baile. A ese respecto, Pan(oram)ic Room y El Curioso Caso de Benjamin Button son un auténtico vals vienés, de los de frac y pajarita, una orgía caligráfica, una sesión de masaje para las retinas.
El Artículo 34, en Fight Club y Panic Room. Fincher es, con permiso de Robert Zemeckis, el que mejor ha entendido eso del narrador omnisciente. Su cámara es el ojo que todo lo ve: lo conoce todo, pasado, presente y futuro, sabiendo a dónde mirar en cada milésima de segundo, hasta qué milímetro de parqué va a llegar el pie del actor. De igual modo, está por encima de la realidad física y sus barreras e imperfecciones, decidiendo su nivel de tolerancia a las mismas (cámaras-hombro, transfocos, etc.), filtrando o amplificando la narración igual que la voz que resuena en su cabeza cuando usted lee una novela. La cámara fincheriana puede pasar entre dos barrotes de una barandilla o por el asa de una cafetera, atravesar paredes, y transparentar suelos, revolotear por el interior de un cubo de basura o del cerebro de Edward Norton, meterse dentro de una bombilla, darnos un primer plano de Linda Evangelista desde dentro de su jersey, miniaturizarse en un plano continuo hasta tener el tamaño de unas migas de hormigón, o cabalgar unas bolas Newton fuera de control como hace al final de Only. Fincher es a la realización de películas lo que Shaquille O’Neill es al baloncesto de acuerdo con la Constitución de Andrés Montes: el Artículo 34, que como todo el mundo sabe dice así: hago lo que quiero, como quiero, cuando quiero y porque me da la gana. Por cierto, el fotograma de arriba es de The Game.
La subjetiva de la bestia, en Alien³. Cuando en The Game hay un personaje cayendo desde lo alto de un edificio, entre planos tranquilos de resignación suicida, hay un inserto brevísimo de una subjetiva del paisano, en la que vemos sus (nuestras) piernas siguiéndolo en la caída. ¿Saben cómo se consigue ese complicado recurso visual? Se coge un muñeco, se le ata una cámara, y se tira a tomar por culo por la ventana. Hay más subjetivas bárbaras en las otras películas, pero sin duda, la reina es la que le colocó al monstruo de Alien³ una de esas películas que seguramente usted infravalora. Fincher aportó esta novedad a la saga, rompiendo con los dos o tres planos que de forma muy discutible se puedan calificar de subjetiva del bicho en las dos entregas anteriores de la saga. Una cosa es el típico plano de amenaza, rutinario hasta la muerte –ya saben: miramos a la rubia tetuda desde detrás de unos matorrales– en el que se establece que algo acecha al personaje, y otra muy distinta es una subjetiva total, con lente propia, movimiento único y en especial una ruptura de la horizontalidad que, con esos saltos de techo a pared a suelo y vuelta para arriba, cumplen una misión esencial: nos meten en el cuerpo de la bestia en un momento de la película en el que necesitamos plantear una equivalencia tácita entre la protagonista y el monstruo para que la cosa trascienda el simple body count y se convierta en lo que debe ser: un duelo cara a cara entre el león y el cristiano.
El ojo robótico, en Panic Room. He aquí otro ejemplo de la meticulosidad con la que trabaja este tipo, y del concepto de narrador omnisciente que, por definición, no debería cometer errores de encuadre o imprecisiones de movimiento. En Panic Room Fincher necesitaba un par de esos movimientos de cámara milimétricos, de los de 93 tomas (esto no es un chiste). El pulso de su inmundo operador humano no le bastaba, así que decidió mandarlo a su casa y llamó al operario del mo-co, esa máquina de Satanás que almacena en su memoria los movimientos de cámara para poder repetirlos un número indefinido de veces con total exactitud; así se consigue filmar complicados efectos visuales que requieren dar n pasadas con variaciones sobre un mismo set. Trinquen el dvd y fíjense en el plano en el que se activan los monitores de la habitación (14’29’’), o en aquella panorámica del dormitorio vacío en el que seguimos en travelling hasta un contrapicado de la bañera (13’02’’). Sepan que ahí están ustedes viendo a través del ojo de una máquina, de un cyborg que recorre de forma matemática las coordenadas introducidas por un genio maléfico, sin desajustes de pulso, cadencia o foco, en un plano en que el uso de este dispositivo denota un grado de meticulosidad digno de hacérselo mirar. Que venga Cameron y lo vea. Es lo que llamamos tirarse el mo-co.
Subliminal my ass! Cuando Fight Club se habló mucho de los insertos subliminales de Brad Pitt durante el primer acto, integrados en la trama como los fotogramas de rabos tiesos que su personaje introduce subrepticiamente en pelis Disney. Más allá del uso alegórico que tiene ese elemento en esta película concreta, a la hora de relatar la incubación de un personaje en el sentido más literal de la expresión, Fincher ha demostrado un interés en ese recurso y en sus efectos sobre el espectador con insistencia desde su primera película, en una manifestación más de su intención de sorbernos el seso por todos los orificios. En Alien³ Clemens llevaba a cabo una autopsia en el cuerpecito de la pequeña Newt ante la mirada turbada de Ripley. Durante la escena se nos muestran algunos detalles de la operación en forma de insertos brevísimos que no llegan a ser subliminales pero lo parecen mucho; En The Game, cuando Nicholas Van Orton descubre una pila de polaroids guarrillas, su contenido se nos insinúa con la misma táctica, y recuerden que, en Se7en, lo que hace que Mills dispare a John Doe es un inserto de cuatro fotogramas de un primer plano angelical de su mujer asesinada. Si no le vieron el plumero a Fincher hasta que les presentó a Tyler Durden es que no estaban prestando atención.
Sigo otro día.