9 de enero de 2010

Hesitation wounds

Artie Lange ha intentado matarse pegándose él mismo nueve puñaladas. Ya sabe, como hacen los cómicos profesionales.



Aquí tienen la noticia. Alégrense, igual un día lo consigue. O alégrense entonces, como vean.

22 de diciembre de 2009

Los Pilares de Pandora

Si James Cameron hubiera nacido en el siglo XI habría conquistado la mitad del mundo conocido y habría violado a miles de las hijas de sus adversarios como muestra de superioridad; por suerte para las niñas de Beverly Hills, ha nacido en un siglo en que la supremacía militar de su pueblo está más que consolidada y su personalidad titánica (ja!) se puede aventurar en otro tipo de paisajes.

Aun así, la Guerra y en especial su potencial destructivo, por encima de elementos como la corrupción moral, el heroísmo, el trauma generacional u otras cuestiones políticas que aborda el cine bélico, siempre ha sido uno de los elementos claves a la hora de interpretar las grandiosas visiones de este genio, que creció haciendo simulacros en el colegio en previsión de un pepino nuclear soviético y devorando ciencia-ficción escrita durante la Guerra Fría. De ahí su obsesión por la bomba atómica: hasta ahora no había una película suya en la que no explotase, hubiera explotado o estuviera a punto de explotar una. La primera, Avatar.

Viéndola tuve la sensación de que algo ha cambiado en su universo. Avatar sigue siendo ciencia-ficción pura de oliva como las anteriores (incluida Titanic, ojo), aunque por algún motivo, mientras la veía esquivando medusas arbóreas con la cabeza, yo la asocié con True Lies, que además de estar a un paso de ser la película perfecta es lo más down to earth que ha hecho Cameron en su vida, valga la expresión... ¿Avatar sería lo más up to Earth? Ahí lo dejo]. En True Lies el añorado Schwarzenegger se enfrentaba a una horda de fanáticos asesinos religiosos con toda la superioridad moral que le daba ser un metódico asesino secular, ya saben. Los enemigos eran tipos de otro color, y tan primitivos que creían en profetas y no eran capaces ni de cargar las baterías de una cámara de vídeo. En aquel tercer acto loco, Chuache llevaba a la física esa superioridad y les daba cera a los jihadistas desde lo alto, usando un avión Harrier, que entonces todavía era un poco un prodigio tecnológico de esos que le gustan tanto a Cameron.

Ya ven por dónde voy, ¿verdad? No les tengo que explicar las diferencias que hay entre filmar un bombardeo desde arriba o hacerlo desde abajo; como ejemplo de este juego de punto de vista y significado véase Pearl Harbor de mi querido Michael Bay-des. Desde el 94, año de True Lies, ha llovido mucho, sobre todo en Nueva Orleans, y también muy poco: todo está igual o peor en Oriente Medio. Cameron escribió el tratamiento de Avatar después de terminar aquella película, pero lo guardó en un cajón, ya que intentar lograr lo que él quería habría costado una cantidad absurda de dinero... absurda para un tipo que hace cine a 200 millones la pieza, háganse una idea. Desde entonces han pasado algunas cosas que han provocado cambios en la psique colectiva norteamericana: el 11 de Septiembre, un presidente alcohólico y con retraso mental, un golpe de estado encubierto (sí, ya sé lo que van a decir), una guerra en Afganistán, otra en Irak, el florecimiento de la industria del terror, tanto americana como islámica, y lo que es más grave, una Causa, la del ecologismo emergente y de emergencia, tan acuciante que logró conseguirle un Nobel a un tipo como Al Gore. En un hombre ilustrado y canadiense de nacimiento como James Cameron, todas esas cosas tocan una serie de teclas que, se podría decir, le han hecho comprender, le han hecho cambiarse de bando. No se rían: ¿cuántas veces en su vida han visto a alguien cambiar de opinión?

Avatar es una alegoría más que evidente sobre los dos temas que obsesionan al americano informado, progresista o conservador: por un lado, las guerras imperiales de su país en Oriente Medio, y por el otro, el ecologismo entendido como estrategia de supervivencia. Del ecologismo no hay mucho que decir: es considerable el mimo con el que Cameron ha creado un ecosistema tan coherente en la forma como paradisíaco en su esplendor estético. De igual forma, las mil reminiscencias a las culturas nativas de América que ha introducido en los Na’vi conectan la película con el concepto de ecologismo que tiene la cultura norteamericana más rudimentaria, que está asociado a sangre y fuego –el fuego suyo y la sangre del otro, como casi siempre– a la imagen de los indios de las plumas y las flechas. Respecto a la parte bélica, las interpretaciones también son fáciles: el coronel Quaritch (casi quarry, explotación minera) decide lanzar un ataque preventivo, que ya es una frase hecha asociada a la Guerra de Irak, sobre unos salvajes para poder extraer el precioso material que hay bajo su suelo. Hay muchas otras referencias menos de bulto pero sospechosas de referirse a la resistencia iraquí, al auge de Al Qaeda, y a la noción de que el fanatismo prospera bajo condiciones de opresión, aunque quizá les parezca hilar demasiado fino subrayar la frase sobre el bicho alado y naranja de la parte final, y no es un gran espoiler: “cuando el toruk dejó de ser necesario, se marchó”. ¿Alguien dijo Bin Laden? ¿Cuántas veces hemos oído en estos años que la invasión de Irak por parte de Estados Unidos equivalía a abrir una caja de Pandora? ¡Pandora! ¿Lo ven?

Pero dejen a un lado toda esta morralla semiológica del CCC, perdónenmela. Y perdónenle a Cameron que su guión sea rudimentario, o que la escaleta de Avatar se parezca demasiado a la de Titanic, o que antes hiciera películas sobre chicas y ahora las haga para chicas. Si usted se relaja y la ve libre de prejuicios, como un niño, quizá le parezca que Avatar es un monumento cinematográfico que provoca una emoción parecida a la que se tiene cuando uno se para bajo la fachada de la Catedral de Colonia, o de la Sagrada Familia, o de la Capilla Sixtina. Como ésas, Avatar es una obra que usa elementos estructurales sencillos y trillados para soportar una cantidad abrumadora de ornamentos que nos dan una visión del mundo y nos remueven por dentro por su belleza, y por la complejidad de su técnica. Cameron y especialmente esta película representan la traslación al cine de esa grandiosidad que por algún motivo le consentimos a algunas novelas y a la más alta arquitectura, pero en el cine sigue haciendo levantar cejas a los escépticos profesionales. Avatar está hueca y llena de significado al mismo tiempo, como lo que es: una Catedral del Cine.

14 de julio de 2009

Los cinco deditos del anglo-catetismo periodístico

El meñique, alfeñique de una agencia de prensa, fue a una rueda de ídem veraniega en la que se mencionó que el bebé, de origen marroquí, se llamaba Rayán.

El anular, un jodido ignorante que no leía libros pero tenía dos carreras y un máster, transmitió el dato sin ponerle el acento: Rayan.

El corazón, director de un programa radiofónico, sí leía libros, pero como lo más que conocía de Marruecos eran los porros y la verja, pronunció el nombre tal cual lo leyó: [ráyan]

El subnormal del índice, que en realidad eran miles y se dedicaban a cortapegar lo que oían (no escuchaban) en otros medios, dio por hecho que hay marroquíes anglófilos que se llaman Ryan y lo metió en un titular de portada.

Y el pulgar que se suponía que era el filtro pero estaba obeso de tocarse los huevos, dejó que ese titular se publicara. Era el responsable de los becarios, ¡pero como si no!


Total, era verano.

Todo el año.

20 de mayo de 2009

Osama Von Trier

Antichrist es un poco la Zona Cero de la prensa cinematográfica destacada en Cannes. Cualquiera diría que ha llegado Lars Von Trier en un avión y les ha tirado las torres gemelas a los críticos y también a los pseudo-periodistas que dicen me ha gustao/no me ha gustao y en definitiva, todos los come-de-vales y feos profesionales que se pasean por la Croisette.

Pues tengo noticias para vosotros, críticos mamahuevos: este Von Trier insoportable es una creación vuestra. Con vuestro artisteo contracultural, con tanto alabar esa soplapollez que era el Dogma’95 (por cierto, ¿alguien se acuerda de aquello?) y su aplicación incoherente por el propio Von Trier, como defensa de las esencias, del cine puro y otras entelequias sin sentido de las que habláis normalmente, le habéis dado alas, se le ha ido la olla y la fobia a volar, y ahora no vale protestar si os toca los huevos a vosotros también. Ahora tenéis que comeros sus mojones entre pan, sin rechistar y sin dejar ni una miga, ni un pedacito de hormigón de los escombros. Irse al peo ya, hombre.

6 de mayo de 2009

Jotajota

Gracias a la nueva Star Trek hemos comprendido que LOST es puro JJ Abrams. Me refiero a que, al contrario de lo que creíamos algunos, Jotajota nunca renunció al input creativo en la serie que puso en marcha y abandonó al final de la primera temporada para dirigir Misión: Imposible III. Hay otra explicación, y es que la serie al completo se urdiera en su primer año, y que ya entonces supieran de la volatilidad temporal de la isla, de la existencia de LaFleur y de las paternidades locas que se avecinaban, además de otros asuntos. Pero no lo creo. Creo más bien que Jotajota ha aprendido de su maestro Steven Spielberg que en la nueva era de los medios la clave de la autoría –y de otras variables como el éxito empresarial y el seguimiento generado– está en la transversalidad.

Transversalidad que ya no consiste sólo en vender muñequitos de Jabba el Hutt al mismo tiempo que se licencia una serie de animación y se organiza un concierto de John Williams en el Hollywood Bowl; transversalidad que tampoco reside sólo en la figura el productor ejecutivo que toca tocas las teclas al mismo tiempo creando un emporio autoral como hizo Spielberg en los ochenta. La transversalidad que ha comprendido Jotajota es la que salta a un nivel superior del lenguaje hasta crear una identidad desde la que brotan proyectos que son siempre un Mr. Spock hijo de terráquea y vulcaniano, o de película de Godzilla y vídeo de Youtube, etc., llegando a la mezcla definitiva de cine y serie que suponen LOST y el nuevo Star Trek.

No puede ser casualidad que la trayectoria de Jotajota empiece en el cine, escribiendo el guión de A propósito de Henry, siga en la televisión ideando series, y regrese al cine dirigiendo dos películas que suponen una puesta al día cinematográfica de dos series míticas de su infancia. Jotajota lleva la palabra crossover escrita en la frente. La transversalidad entendida como vías paralelas, como caminos que se entrecruzan o separan a voluntad para acercarse o alejarse de los referentes que les dieron origen.

En el nuevo Star Trek hay una paradoja temporal, un hatch en el que vive recluído un tipo que se pasa la vida delante de un ordenador, un oso polar alienígena, un monstruo parecido al de Cloverfield, una hottie entre dos hombres que se odian tanto como se respetan, un padre muerto, y un equilibrio elegantísimo entre el cutrelux científico de los setenta, a lo Dharma, y el esplendor tecnológico de los dosmiles y pico. Pero también hay un niño sin padre criado en un lugar desértico con tabernas muy chungas (Iowa o Tatooine, da un poco igual), la ILM desatada, Ben Burtt en el (apabullante) sonido, y un sinfín de huellas de Steven Spielberg que ya se veían en el ojo de Abrams en M:I-III, como por ejemplo esos juegos de primeros y segundos términos tan cantosos como eficaces (hay algún estupendo plano-baile de personajes por la sala de control de la Enterprise), o esos flares tan kaminskianos que dan tanta vida y naturalismo a los planos de FX como agotamiento provocan en el resto de secuencias. Y todo ello encaminado a un fin: reinventar la saga que hacía la competencia a aquélla. Como coger el esperma de Marty McFly y usarlo para fertilizar a la madre de Biff Tannen.

Jotajota ha usado las enseñanzas del maestro Spielberg en todas las facetas del oficio, tanto conceptuales como empresariales y lingüísticas, y ha reiniciado Star Trek con verdadero ingenio, incorporando a la narración esa transversalidad que lo identifica. Gracias a esa paradoja, Jotajota ha inventado un presente alternativo en el que Kirk y Spock son personajes diferentes con trayectorias distintas a las que conocemos, una realidad alternativa jamás sospechada en la que Star Trek le da cien vueltas a Star Wars.

7 de marzo de 2009

Fincherismos (I)

Este año ha quedado claro que David Fincher quiere su Óscar, y lo quiere ahora, y está empeñado en hacer esa película que quiere la Academia, o que la Academia cree que debe querer. Sin embargo, también hemos confirmado algo que ya sabíamos: la Academia, salvo excepciones, suele preferir la película apreciable pero intrascendente, simpática pero sin rematar, exótica en apariencia pero trillada y previsible en su esencia, a las que dentro de una década recordaremos que dio este año y que suelen competir en la gala en un segundo y hasta tercer plano. Hay mil ejemplos: todos recordamos que las obras maestras de los noventa, los Goodfellas, JFK, Drácula, Pulp Fiction, 12 Monos, Se7en, Magnolia, estuvieron nominadas muy por detrás de otras películas que por lo general no han perdurado de la misma forma, o no han perdurado en absoluto. Es el ejemplo de Brokeback Mountain, que dentro de 15 años será claro que sí aquella película de vaqueros manfloritas con Heath Ledger qué bueno que era ese chico qué pena más grande menos mal que le dieron el Óscar a tiempo, mientras que de la que ganó no se va a acordar ni Paul Haggis, porque era todas esas cosas que he dicho más arriba. De la misma manera que ahora celebramos –es un decir– el décimo aniversario de una de las mejores cosechas de los últimos tiempos, la de 1999, recordando mucho más Matrix, El Sexto Sentido y Fight Club que cualquiera de las que ganaron, si es que se acuerdan de lo que pasaba en American Beauty más allá de Kevin Spacey pajeándose en la ducha.

Y no es que El Curioso Caso de Benjamin Button sea Historia del Cine. Tiene varios handicaps serios, empezando por lo más evidente: que es un remake guionístico de una película que precisamente es una excepción a lo que digo y sí ganó el Óscar de ese año a la Mejor Película. Pero si hay algo por lo que me interesa su director –y me interesa por unos doscientos motivos – es que con cada una de sus películas logra atrapar esa magia que es el Tiempo. El tiempo absoluto, el tiempo cósmico. Ese ingrediente misterioso que hace que una obra perdure por encima de las demás, el maná que hace que la primera Matrix parezca más reciente que sus secuelas, o que Fight Club pudiera dar el pego perfectamente como un estreno de la semana que viene, y de dentro de cinco años. Fincher es el Benjamin Button de los cineastas.

Así que, en un esfuerzo por localizar ese ingrediente mágico, he hecho una lista caprichosa y enterada de los elementos que construyen el cine de David Fincher, tanto puntuales como intrínsecos a su forma de interpretar el medio, y por ende, el mundo. No se me asusten: les advierto que usaré gafapastismos como guionístico, fincheriano y gafapastismo, y echaré mano de terminologías poco ortodoxas cuando no inventadas o deliberadamente chorras, como por ejemplo la de Rafa Méndez al decir que Fincher tiene crackadas frías, crackadas calientes, crackadísimas y supercrackadas. Explorémoslas.

La panorámica de marca. Ese movimiento de cámara que llamamos panorámica es para Fincher lo que las tetas eran para Russ Meyer: un elemento vertebrador del discurso. Con ellas consigue dibujarnos un mapa que viene de perlas a la hora de tener claras las coordenadas físicas, narrativas y emocionales de la escena. También le sirven para administrar el tempo como ningún otro de sus trucos. Usando términos musicales, la panorámica fincheriana reajusta la longitud de los compases entre frase y frase de partitura, acomodando nuestra percepción a sus objetivos de forma y fondo. Monte tres planos fijos y tendrá un pase de diapositivas; monte tres paneos de este director de orquesta y tendrá un baile. A ese respecto, Pan(oram)ic Room y El Curioso Caso de Benjamin Button son un auténtico vals vienés, de los de frac y pajarita, una orgía caligráfica, una sesión de masaje para las retinas.

El Artículo 34, en Fight Club y Panic Room. Fincher es, con permiso de Robert Zemeckis, el que mejor ha entendido eso del narrador omnisciente. Su cámara es el ojo que todo lo ve: lo conoce todo, pasado, presente y futuro, sabiendo a dónde mirar en cada milésima de segundo, hasta qué milímetro de parqué va a llegar el pie del actor. De igual modo, está por encima de la realidad física y sus barreras e imperfecciones, decidiendo su nivel de tolerancia a las mismas (cámaras-hombro, transfocos, etc.), filtrando o amplificando la narración igual que la voz que resuena en su cabeza cuando usted lee una novela. La cámara fincheriana puede pasar entre dos barrotes de una barandilla o por el asa de una cafetera, atravesar paredes, y transparentar suelos, revolotear por el interior de un cubo de basura o del cerebro de Edward Norton, meterse dentro de una bombilla, darnos un primer plano de Linda Evangelista desde dentro de su jersey, miniaturizarse en un plano continuo hasta tener el tamaño de unas migas de hormigón, o cabalgar unas bolas Newton fuera de control como hace al final de Only. Fincher es a la realización de películas lo que Shaquille O’Neill es al baloncesto de acuerdo con la Constitución de Andrés Montes: el Artículo 34, que como todo el mundo sabe dice así: hago lo que quiero, como quiero, cuando quiero y porque me da la gana. Por cierto, el fotograma de arriba es de The Game.

La subjetiva de la bestia, en Alien³. Cuando en The Game hay un personaje cayendo desde lo alto de un edificio, entre planos tranquilos de resignación suicida, hay un inserto brevísimo de una subjetiva del paisano, en la que vemos sus (nuestras) piernas siguiéndolo en la caída. ¿Saben cómo se consigue ese complicado recurso visual? Se coge un muñeco, se le ata una cámara, y se tira a tomar por culo por la ventana. Hay más subjetivas bárbaras en las otras películas, pero sin duda, la reina es la que le colocó al monstruo de Alien³ una de esas películas que seguramente usted infravalora. Fincher aportó esta novedad a la saga, rompiendo con los dos o tres planos que de forma muy discutible se puedan calificar de subjetiva del bicho en las dos entregas anteriores de la saga. Una cosa es el típico plano de amenaza, rutinario hasta la muerte –ya saben: miramos a la rubia tetuda desde detrás de unos matorrales– en el que se establece que algo acecha al personaje, y otra muy distinta es una subjetiva total, con lente propia, movimiento único y en especial una ruptura de la horizontalidad que, con esos saltos de techo a pared a suelo y vuelta para arriba, cumplen una misión esencial: nos meten en el cuerpo de la bestia en un momento de la película en el que necesitamos plantear una equivalencia tácita entre la protagonista y el monstruo para que la cosa trascienda el simple body count y se convierta en lo que debe ser: un duelo cara a cara entre el león y el cristiano.

El ojo robótico, en Panic Room. He aquí otro ejemplo de la meticulosidad con la que trabaja este tipo, y del concepto de narrador omnisciente que, por definición, no debería cometer errores de encuadre o imprecisiones de movimiento. En Panic Room Fincher necesitaba un par de esos movimientos de cámara milimétricos, de los de 93 tomas (esto no es un chiste). El pulso de su inmundo operador humano no le bastaba, así que decidió mandarlo a su casa y llamó al operario del mo-co, esa máquina de Satanás que almacena en su memoria los movimientos de cámara para poder repetirlos un número indefinido de veces con total exactitud; así se consigue filmar complicados efectos visuales que requieren dar n pasadas con variaciones sobre un mismo set. Trinquen el dvd y fíjense en el plano en el que se activan los monitores de la habitación (14’29’’), o en aquella panorámica del dormitorio vacío en el que seguimos en travelling hasta un contrapicado de la bañera (13’02’’). Sepan que ahí están ustedes viendo a través del ojo de una máquina, de un cyborg que recorre de forma matemática las coordenadas introducidas por un genio maléfico, sin desajustes de pulso, cadencia o foco, en un plano en que el uso de este dispositivo denota un grado de meticulosidad digno de hacérselo mirar. Que venga Cameron y lo vea. Es lo que llamamos tirarse el mo-co.

Subliminal my ass! Cuando Fight Club se habló mucho de los insertos subliminales de Brad Pitt durante el primer acto, integrados en la trama como los fotogramas de rabos tiesos que su personaje introduce subrepticiamente en pelis Disney. Más allá del uso alegórico que tiene ese elemento en esta película concreta, a la hora de relatar la incubación de un personaje en el sentido más literal de la expresión, Fincher ha demostrado un interés en ese recurso y en sus efectos sobre el espectador con insistencia desde su primera película, en una manifestación más de su intención de sorbernos el seso por todos los orificios. En Alien³ Clemens llevaba a cabo una autopsia en el cuerpecito de la pequeña Newt ante la mirada turbada de Ripley. Durante la escena se nos muestran algunos detalles de la operación en forma de insertos brevísimos que no llegan a ser subliminales pero lo parecen mucho; En The Game, cuando Nicholas Van Orton descubre una pila de polaroids guarrillas, su contenido se nos insinúa con la misma táctica, y recuerden que, en Se7en, lo que hace que Mills dispare a John Doe es un inserto de cuatro fotogramas de un primer plano angelical de su mujer asesinada. Si no le vieron el plumero a Fincher hasta que les presentó a Tyler Durden es que no estaban prestando atención.

Sigo otro día.


1 de marzo de 2009

Piloto automático

La antesala de los Óscars, un espectáculo dantesco.
El enfant terrible del cine y su duelo interpretativo
Con el Rey Midas de Hollywood.

El Primer Mundo, segundo clasificado.
La tercera vía del gobierno es el Cuarto Poder,
Y su quintaesencia, el sexto sentido del Séptimo Arte.

La ilegalizada batasuna impone su hoja de ruta.
La lacra del terrorismo nos trae la crispación
Y la crisis de gobierno, bajo el paraguas de la ONU.

La práctica totalidad se quemaría a lo bonzo,
Se autoinmolaría, antes de una larga enfermedad.
Segar una vida que se salda con una muerte.

Violencia de género para con uno mismo: homofobia.
La tolerancia está en avanzado estado de descomposición.
Una ola de calor que da ganas de arrojarse al vacío.

Para descerrajarle dos tiros, a este amasijo de hierros.
La prensa está en avanzado estado de descomposición,
Con encefalograma plano... presuntamente.

27 de enero de 2009

30 de noviembre de 2008

Inocente!

Francamente, se me hace difícil seguir leyendo sobre el asunto de los derechos de autor y el P2P. Sabemos que quienes defendemos las redes de intercambio libre tenemos la razón y que todo está ya dicho, pero también que, en el fondo y como todas, ésta es una batalla perdida. Pero de vez en cuando llega alguien como el Pianista, da un puñetazo en la mesa, y se casca un post imprescindible que hace que uno sueñe; que sueñe con una repercusión a la altura del texto, que haga que otros autores lo reflejen y lo implementen, y lo reboten hasta hacerlo accesible no sólo para los ordenadores sino también para las mentes de los que tienen capacidad de decisión en estos asuntos y aún no han perdido la integridad a base de estrechar manos y cheques. Un post que ilusiona. Llámenme inocente.

«Además, ¿no hay un contraste sorprendente entre el alcance global de la lucha contra el P2P y la relajación con la que se combate el top manta? Todos esos ridículos anuncios que el Ministerio de Cultura paga a precio de oro intentan convencernos de que no descarguemos obras, no de que no las compremos en el top manta. ¿Por qué?

Porque la oferta del top manta reproduce las imposiciones culturales del mainstream. En el top manta sólo se venden best-sellers y blockbusters. Representa un diezmo económico, pero es una pérdida asumible, un mal menor. Sin embargo, el P2P es un verdadero desafío al sistema, porque rodea sus imposiciones, recupera títulos que las grandes empresas decidieron enterrar, permiten que el espectador/oyente configure su propio catálogo cultural, fomenta la distribución horizontal, permite una comunicación directa entre el autor y el espectador. En definitiva, revive a la bestia negra de una empresa global de distribución de contenidos: la libertad.»

No, en serio: llámenme inocente. Lo soy, y usted también. A ver si se enteran de una puta vez: Mea Culpa y Caga Leyes.

Edito al día siguiente: ELPAÍS.com publica –titulándolo con la brillantez habitual– el decálogo de falsedades que nos intenta colar el Ministerio de Cultura. Véanlo aquí.

7 de noviembre de 2008

!!!

¿Recuerdan a los Bros, ese dúo pop de mellizos gayeteros que acercaba peligrosamente las ideas preconcebidas de homosexualidad e incesto en la época en la que todo era tela vaquera, barbas de cuatro días y pendientes para hombres?


¿...?

Pues bien, he descubierto algo desconcertante:



Sí, es Luke Goss.

Qué quieren que les diga. Me acabo de enterar.