Las últimas veces
Qué tesoro son las últimas veces. Y qué culpa, cuando han cruzado al otro lado del espejo. El pasado imperfecto de deudas y agujas clavadas en la memoria.
El carpe diem es una entelequia, porque el momento siempre ha pasado. Y siempre lo ignoramos hasta que no le vemos la espalda entre los vapores del tiempo. ¿Por qué no apreciamos las últimas veces, el placer de saber que aquí y ahora acaba un camino, el honor de la despedida? ¿Tan duro es enfrentarse al paso del tiempo?
Todos vivimos con el lamento de lo incompleto. De no haber hecho lo debido, de no haber exprimido la presencia de alguien, de la quietud con que vivimos cierto día y de lo rápido que pasó ante nosotros. ¿Por qué todos somos niños que nunca acaban la comida del plato? ¿Por qué no sentimos que se nos va la vida en cada bocado arrojado a la basura? Porque se nos va. Y nos damos cuenta más viejos, con la voluntad seca y la mente sumergida en una eterna noche americana, esperando a que el otro salga de la habitación para empezar a llorar. Entonces pedimos haberlo visto, haber sabido que aquel día era el último. Pero no lo supimos, y la ocasión voló como el globo huido de la mano.
No hay mayor regalo que reconocer una última vez. Un encuentro fortuito por la calle, un último vistazo al mar, el árbol de navidad en febrero, la voz de tu abuelo, tu última clase, el último paseo que compartiste con un perro que ha dejado de ser.
El pretérito perfecto vive detrás de la cama en la que has muerto. Por eso toca vivir con los defectos y las agujas clavadas en la memoria. La puta memoria, que siempre viene escrita en números rojos como pintalabios en el espejo en el que te miras. Aunque en la vida uno no se mira en el espejo; uno se mira desde el espejo.
El carpe diem es una entelequia, porque el momento siempre ha pasado. Y siempre lo ignoramos hasta que no le vemos la espalda entre los vapores del tiempo. ¿Por qué no apreciamos las últimas veces, el placer de saber que aquí y ahora acaba un camino, el honor de la despedida? ¿Tan duro es enfrentarse al paso del tiempo?
Todos vivimos con el lamento de lo incompleto. De no haber hecho lo debido, de no haber exprimido la presencia de alguien, de la quietud con que vivimos cierto día y de lo rápido que pasó ante nosotros. ¿Por qué todos somos niños que nunca acaban la comida del plato? ¿Por qué no sentimos que se nos va la vida en cada bocado arrojado a la basura? Porque se nos va. Y nos damos cuenta más viejos, con la voluntad seca y la mente sumergida en una eterna noche americana, esperando a que el otro salga de la habitación para empezar a llorar. Entonces pedimos haberlo visto, haber sabido que aquel día era el último. Pero no lo supimos, y la ocasión voló como el globo huido de la mano.
No hay mayor regalo que reconocer una última vez. Un encuentro fortuito por la calle, un último vistazo al mar, el árbol de navidad en febrero, la voz de tu abuelo, tu última clase, el último paseo que compartiste con un perro que ha dejado de ser.
El pretérito perfecto vive detrás de la cama en la que has muerto. Por eso toca vivir con los defectos y las agujas clavadas en la memoria. La puta memoria, que siempre viene escrita en números rojos como pintalabios en el espejo en el que te miras. Aunque en la vida uno no se mira en el espejo; uno se mira desde el espejo.
1 comentario:
Pero también la última vez es la que te deja como si un bazooka te hubiera arrancado el tórax enterito y con los ojos muy abiertos, llenos de telarañas. Entonces miras por el agujero, justo a tiempo de ver la última vez alejarse presurosa con gabardina y sombrero por el callejón oscuro del ayer. En poco tiempo, y mientras te dura en la memoria, con esas agujas clavadas, se te quedan goteras en el corazón y los enormes pájaros de la nostalgia vienen a anidar en ti, poniendo sus enormes huevos de piedra.
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